En septiembre estuvimos en Lisboa. Me gusta caminar por las ciudades que visito y cansarme hasta que me duelen los pies. El inconveniente de Lisboa es que sus calles no paran de subir y bajar, ya que se encuentra entre siete colinas. Y como hacía tiempo que me di de baja en el gimnasio, pensé que lo mejor sería subirnos a alguno de los tranvías que circulan por la ciudad.

Es fantástico asomarse por la ventanilla y sentir el viento en la cara, mientras te dejas llevar por el traqueteo, y mientras piensas que ese cacharro no puede aguantar muchas más sacudidas y que se va a romper en pedazos. Pero aguanta, y se deja guiar por las precisas maniobras del conductor, que ya conoce sus puntos débiles. Y comparte las calles con los demás vehículos, que lo respetan, y la gente lo admira como parte indispensable del paisaje urbano.

Uno de los que hace un recorrido más completo es el número 28. Cada día lo cogíamos en el barrio de Chiado (donde nació el poeta Fernando Pessoa, el que está conmigo en la foto) cuando el cansancio nos había vencido, y recorríamos las calles empinadas hacia el río Tejo, subíamos después hacia la catedral y dejábamos a nuestra izquierda el Castillo de San Jorge.
Al pasar por el barrio de Alfama podíamos ver (y oler) las tascas bien de cerca (en una de ellas comimos unas albóndigas buenísimas) o incluso enredarnos entre las camisas tendidas en un balcón, y que quedaban a la altura de la cara. El tranvía que hacía el trayecto inverso pasaba rozando el nuestro en las calles más estrechas.
Próxima parada, barrio de Graça, en lo alto de una colina, donde el tranvía llegaba sin aliento y desde donde, sin tiempo para recuperarse, iniciaba de nuevo el descenso de ruas y calçadas. Allí teníamos nuestro alojamiento, al que por cierto habíamos llegado a pie el primer día, cargados con maletas; en ese momento nos dimos cuenta de que debíamos dosificar nuestras fuerzas si no queríamos agotarnos en el primer paseo.

El último día tomamos el 28 hasta el final, el barrio de Lapa, un barrio de lujo y calma alejado del centro, donde el tranvía se vaciaba de turistas y lugareños, y volvía sobre sus pasos para mostrarnos la ciudad en movimiento.
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