Todo empezó planeando las vacaciones de verano. ¿Quién no conoce a alguien que haya hecho el Camino de Santiago? (el que no lo ha hecho tiene pensado hacerlo). Te hablan del esfuerzo, de los momentos de reflexión, del trato con la gente, comparten contigo su diario de peregrino, y claro, si además te gusta caminar y ver naturaleza, pues te entra el gusanillo. La idea de conocer Galicia, de la que sólo había visitado La Coruña, las ganas de probar una nueva experiencia que tenía mucho de reto, la oportunidad de coincidir con Esther y hacer algo diferente del típico viaje turístico, me acabaron de decidir. Y ahí que nos veis a las dos en al autobús de línea en dirección a Piedrafita.
La niebla nos acompañó hasta O'Cebreiro y se dejó ver un par de días a primera hora de la mañana, pero a parte de eso y de cuatro gotas que ni siquiera nos obligaron a ponernos el chubasquero, el tiempo fue ideal toda la semana, sol y calor, y temperaturas suaves a la sombra.
A pesar de que nos recomendaron empezar haciendo pocos kilómetros e ir aumentando cada día, el primer día ya caminamos más de lo aconsejable; en Triacastela los albergues estaban llenos y tuvimos que segiur hasta Lusío, y dormir en un antiguo pazo restaurado, una maravilla!
Así que cada día avanzábamos un poco más para no quedarnos en los finales de etapa donde paraba todo el mundo. Llegábamos a pueblos de no más de 20 habitantes, donde poco había que hacer, salvo pasear por los caminos que rodeaban el albergue (una manera de evitar que las piernas se enfriaran demasiado), tumbarse a leer o a contemplar los paisajes (precioso el de Casanova por ejemplo) o conversar tranquilamente sentadas en un cruceiro. Antes claro, estaba la rutina diaria, comer, ducharse y lavar los calcetines para poderlos poner al día siguiente.
El cansancio hacía que a las diez de la noche ya estuviéramos en la cama, con lo cual nos acostábamos cuando aún era de día y nos levantábamos mucho antes de que saliera el sol. Un día incluso, necesitamos la linterna para empezar el camino, pero ni siquiera a oscuras te equivocas de ruta, todo está perfectamente indicado cada 500 metros.
Antes de irnos a dormir planeábamos la ruta del día siguiente, aunque simplemente para hacernos una idea porque hasta que no te ponías en marcha no sabías si tu cuerpo aguantaría más o menos de lo que habías pensado, ni si al llegar al destino, habría sitio para dormir. Como nos pasó el día que caminamos 40 kilómetros y no pudimos dormir en Santa Irene. Esa noche descansamos más que ningún día en un hotel, sin ronquidos ni movimiento de literas, aunque después de cuatro noches en albergues, echaba de menos levantarme a oscuras para no molestar y hacer la mochila con prisas pensando siempre que me había olvidado algo.
La llegada al Obradoiro fue muy emocionante. Esther iba grabando con el móvil los últimos metros hasta la Catedral, y al llegar a las escaleras que dan a la plaza, el sonido de una gaita nos emocionó. Ahí no terminaba nuestro camino, sinó que en muchos sentidos, empezaba.
Ya no me acuerdo de las agujetas en las piernas, de las ampollas en los pies, ni del dolor que sentía en la rodilla al bajar los caminos empinados, sólo recuerdo la paz con que las tardes compensaban el esfuerzo de la mañana y la alegría que sentí cuando llegamos a Santiago. Otro año repetiré.
Apuntes de gastronomía.
Mi madre me dijo antes de irme: no dejes de comer porque no tengas tiempo. ¿No comer?, ¿yo? Y menos en Galicia. Desde el primer día ya probé la comida tradicional de la zona, empanada, caldo gallego, tarta de Santiago, pulpo a feira, vieiras, queso con membrillo, y café de puchero. Probé la carne de jabalí estofada y me pareció deliciosa. Y en Santiago más pulpo, empanada de millo, Ribeiro por aquí, Albariño por allí... La comida nos reponía del esfuerzo de la mañana, y si no había nada para comer por el lugar, comprábamos algo en el súper, como los deliciosos ravioli sin condimento y casi sin escurrir que cenamos un día. Y Esther se encargaba de recolectar las peras directamente del árbol para el postre!